Contemplo todo mientras comienzo a acariciar al instrumento color chocolate y me preparo para introducirme en ese universo del que desearía no tener que salir en ningún momento y al que no sé cuándo podré volver.
El mástil del violonchelo se enfurece bajo mis dedos precisos que se colocan donde deben en el momento justo para sacar el sonido perfecto.
Poco a poco el instrumento y yo vamos haciéndonos uno, enroscándonos, fusionándonos más y más con cada desplazamiento, con cada subida y cada descenso. Cada nota que saco se me clava como un puñal y algo me incita a seguir cada vez más fuerte, con más deseo, hasta que la madera sea moldeable por la humedad que la supera.
La música me rodea y un suave éxtasis comienza a ascender por mi columna. Me inunda los oídos, me aprisiona y me insta a que continúe con ello.
Temo, por un momento, ahogarme en el universo en el que estoy cayendo sin arnés, levanto la vista y aquello tan hermoso que contemplo aparta mis preocupaciones sin apenas inmutarse.
El calor comienza a fundir el barniz sobre el que me encuentro y contemplo cómo resbala mientras mi pelo se enreda en las clavijas que quedan fuera de mi alcance.
Sudor. Entrega. Rubor.
Dejo de tocar en el momento en que el instrumento entero se transforma, frente a mí, en un charco de una sustancia caliente, densa y amarga que me embriaga por completo.
La suave música se pierde en el tiempo y el espacio, abriéndo de nuevo esa burbuja y dejándome salir a regañadientes pero feliz...
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario