Bajé la última del autobús y pude ver cómo el pelotón que normalmente desciende la calle principal conmigo doblaba ya la primera esquina.
Comencé a andar al ritmo habitual que utilizo a altas horas de la madrugada pensando en llegar a mi destino lo antes posible.
Pasé por delante de un bar cerrado en el que alguien daba golpes a la puerta con el objetivo de que abrieran. El hombre se me quedó mirando y yo seguí mi camino.
Entonces, por encima de la música de mis cascos lo escuché. Me chistaban.
Continué caminando como si no hubiera oído nada al mismo tiempo que me desprendí de uno de mis cascos.
Volví la cabeza un segundo cuando me dispuse a cruzar el primer paso de cebra.
Efectivamente, me seguía.
- ¡Eh! ¡Guapa! ¡Esperame!
Mi cerebro sólo enviaba una señal que mi cuerpo parecía no comprender: acelera.
Miré a todos lados comprobando que hubiera alguien más en la calle. No hubo suerte.
Él acortaba la distancia a cada paso que daba y mi cuerpo tenía demasiadas cosas de las que preocuparse como para andar obedeciendo los gritos de mi cerebro.
El oxígeno a mi alrededor disminuía tan rápido como avanzaba, cerrándome de nuevo en aquella burbuja.
Mesa de roble.
El temblor de mis piernas me obligaba a pensar en poner un pie frente al otro de forma que no acabara cuan larga soy en el suelo.
Escoba.
La bilis ascendió por mi esófago como asciende el magma por dentro de un volcán a punto de estallar.
Tuve que frenar mis pasos al ver el disco cerrado del último cruce que debo atravesar antes de llegar al preciado autobús que me depositará en la puerta de mi casa, a salvo.
El hombre estaba a punto de alcanzarme, así que miré que no hubiera coches y crucé lo más rápido que pude aquel maldito paso de cebra.
- Bueno, no te pongas así que no voy a hacerte nada... tampoco vales tanto.
Me abracé a mí misma sin dejar de avanzar con la vaga esperanza de que lo que tuviera en el estómago se quedara de nuevo ahí.
La suerte me sonrió cuando levanté la vista y comprobé que había llegado al local de la policía.
Aproveché para girarme y ví que aquel hombre ya no me seguía.
Me tomé un segundo para mirar la hora e intenté estabilizar mis piernas sin éxito.
Llegué a la parada del autobús y por una noche no me la encontré vacía. Un par de chicas.
Me senté a su lado, volví a ponerme el casco e intenté pensar en otra cosa.
Escaleras. Mesa. Vestido. Gatos. Playa. Escoba.
Una vez en la seguridad de mi casa cerré la puerta de mi habitación, me puse el pijama lo más rápido que pude y me enfundé en la cama hecha un ovillo pensando en gritar todas aquellas noches, todos aquellos miedos, pesadillas y lágrimas ahogadas en almohadas que nadie vió y nadie verá.
Entonces, de repente, era de día.
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