La semana pasada fueron las fiestas patronales de mi pueblo.
Las fiestas, con su recinto ferial, sus concursos, conciertos, botellones... y toros.
Subí en el autobús hacia mi casa a eso de las cinco de la tarde de un día de esta semana de festividades locales. La plaza de toros está situada a medio trayecto, y el autobús se llenó de fanáticos abuelos de esos que acuden cada día a disfrutar de ese noble arte tan contentos.
Acuden a ver cómo un señor engalanado cual payaso destroza lentamente a estocadas a un pobre animal hambriento, aturdido, mermado e intoxicado con leche de magnesio mientras una orquesta de molestas trompetas suena para que no se le oiga sufrir.
Y entonces yo me pregunto quién es el verdadero animal del ruedo.
Si matar animales públicamente es un arte entonces no entiendo por qué esos señores del autobús se escandalizan cuando otro señor mata a su perro con un bate de beísbol en un jardín o cuelga a su galgo más lento del arce más alto que encuentra porque ya no le sirve para ganar dinero.
¿Dónde está la diferencia?
Quizá sea que al perro se le oye chillar...
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