Aquella noche me hiciste seguirte hacia un lugar apartado.
Una vez en la penumbra, me dijiste aquellas tres palabras que cambiarían nuestra amistad para siempre.
Ya te habías llevado mi primer beso, y te llevarías muchas de las primeras veces. Sin embargo, salió mal por algo que no entraba en tus cálculos.
Algo que no podías ni imaginar.
Me porté muy mal contigo, lo sé.
Tú nunca contaste con que lo que quedaba de mí eran escombros que tan sólo querían esconderse de cualquiera que intentara entrar a recomponerlos.
Nunca contaste con encontrar un corazón roto y un alma pisoteada hasta la saciedad.
No contaste con que no confiaba en nada ni nadie.
Pero sabía que no tenías la culpa de eso y aún así, yo me protegí a mí misma de la única manera que sabía.
Te hice pedazos.
Repetidas veces.
Y a pesar de todo, seguiste recomponiéndome y me enseñaste que era posible que me quisieran, y que yo podía querer también.
Más de tres años después, pusiste el punto final justo en el momento en que eras lo único que me quedaba.
Pintaste de gris mi mundo de la misma manera que yo había pintado el tuyo.
Tus sentimientos terminaron de ahogarse cuando las malas lenguas hicieron subir la marea ya crecida.
Cuando la superficialidad entró por algúna grieta de las que tenías y echó raíces.
De todos modos hoy, diez años después de aquella noche, echo un vistazo a lo que hay detrás de esa puerta ya cerrada, veo todo lo que fuimos y no puedo evitar sentirme alegre.
Alegre porque pasó, porque terminó y porque ya no formas parte de mi vida.
Gracias, E, por haber caminado conmigo, y por no seguirme más.
domingo, 7 de agosto de 2011
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