La princesa libre despertó en medio de un mar de escombros de cristal y arenas muertas, en el claro del bosque.
Miró a su alrededor, y recordó qué había pasado.
Los gritos, él acercándose... y la explosión. No recordaba nada más.
Sin embargo, por alguna razón se sentía bien. Por fín él sabía la verdad oculta tras aquellos brotes.
Aquel rosal había crecido más de lo que ella podía imaginar, llegaba hasta más allá de donde la vista alcanza, se perdía en la profundidad del claro cielo azul primaveral.
Sin embargo, no tenía rosas. Tenía espinas, pero no rosas.
Le escuchó acercarse y, por una vez, tuvo miedo de girarse a mirarlo.
Tuvo miedo de ver oscuridad e indiferencia en sus ojos.
Miedo de que la dejara sola.
Miedo de perderlo, de volver a ser encerrada en aquel mundo gris.
El gran lobo se sentó a su lado, la miró y habló durante horas sobre el bosque.
Se sintieron cómodos respirando el mismo aire, disfrutando el uno del otro como viejos amigos, aunque no habían pasado nunca tiempo solos.
Sin embargo, él debía dar una respuesta a la princesa. Debía dejarle claras las cosas, al fin y al cabo, ésa era la razon de aquel encuentro.
Entonces hablaron, con el corazón en un puño.
Le vió nervioso, pensativo, echo un lío.
Le vió sonreir, sonrojarse.
Le vió mirarla, con aquellos ojos que la hacen perder la cabeza.
Le vió triste.
Sí... pero no.
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