Aquella mañana, la princesa que aún no sabía que era princesa supo que éra su última oportunidad.
Esa mañana, ella debería girar la cabeza cuando el lobo apareciera.
Así, por fin, él vería aquellos brotes que ya eran rosales y apretaban contra el frío cristal en un intento por rasgarlo.
Ella había comprendido que no había vuelta atrás, que aquellos rosales luchaban por lo mismo que ella ansiaba, así que debía arriesgarlo todo.
Llegó al lugar una vez más y se dispuso a esperarle.
Aquella mañana se hizo eterna.
Le vió aparecer por la linde del claro, con la misma paciencia de siempre.
Le vió llegar, acercarse, permanecer un rato ahí... y dar media vuelta sin dirigirle una mirada.
Comenzó a caminar para irse por donde había venido. Poco a poco, él se alejaba. Paso a paso, ella perdía su oportunidad.
Entonces, en un alarde de valor, ella tomó todo el aire que la quedaba dentro del reloj de arena y gritó.
Con todas sus fuerzas. Su nombre. Varias veces.
El sonido retumbó, el cristal se tambaleó y las arenas se sacudieron.
El lobo se giró, y la vio alli, pegada al cristal, siendo tragada por aquellas arenas furiosas y aplastada por la fuerza del rosal.
Corrió a salvarla, pero no sabía cómo. Se dió cuenta de la pasión que ella guardaba en su interior, de sus sentimientos, y decidió ayudarla de una vez por todas.
Posó la nariz en el cristal intentando que algo de su calor lo atravesara y llegara hasta la muchacha y entonces...
Entonces el cristal cedió. Se rompió en mil pedazos. Las arenas se expandieron inertes a su alrededor y ella se desplomó.
Él la miro asustado, no sabía si había hecho bien en mirarla cada día, en dar un poco de luz a ese mundo tan frío en el que habitaba, así que dio media vuelta cuando se aseguró de que ella seguía viva y sana, y se perdió entre la multitud verdosa...
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