Sentada en esta silla de madera de la biblioteca, al lado de la ventana y aturdida por el calor del radiador, mi mente se prepara para echar a volar mientras veo pasar los minutos como si no tuviera importancia el hecho de que estoy perdiendo el tiempo.
Me acomodo todo lo que puedo y mientras la música penetra en mis oidos de forma tenue, pienso que hace un año, justo hoy, me encontraba en Londres.
La llovizna en la capital inglesa se precipitaba sobre mi pelo, más rubio y más largo de lo que es ahora, mientras paseabamos juntas en lo que ha sido mi primera salida de éste país.
Pienso en cómo hemos cambiado.
Las sonrisas que me dedicó en aquel viaje hoy no son más que recuerdos de lo que eran tiempos mejores, y aunque sé que se repondrá, no puedo evitar sentir nostalgia.
Desvío esos pensamientos y surge entonces la evidencia de cómo he cambiado yo.
Recuerdo que al volver a la pensión, mientras cenaba descalza sobre la cama un poco de pan con fiambre y los muffins más deliciosos del planeta, recibí tu mensaje.
Corto y conciso.
Entonces te llamé. Te conté mis andanzas y nos reímos sobre que el mes que viene es marzo. Debo confesar que una de mis mitades se ilusionó al recibir el mensaje. La otra... no.
Pienso ahora en todo el tiempo que ha pasado desde aquello, y en el presente.
A veces las voces de mi cabeza, esas sensatas que me recuerdan que este cuento también tendrá un final, se silencian y me olvido de eso.
Olvido que nada es eterno.
Olvido que un día se desvanecerá como se desvanecen las flores con la llegada del otoño.
Olvido la impotencia, la desesperación y el dolor.
Olvido que llegaremos a una bifurcación en el camino, y que cada uno tomará una senda diferente.
No quiero olvidarlo, porque quizá de esta manera duela menos. Pero... no puedo evitar hacerme ilusiones de las que se que acabaré arrepintiéndome.
Y sé que es contradictorio y hasta un poco masoquista, pero no quiero dejar de ilusionarme.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario