Aquella tarde no pude quedarme a la clase de inglés.
Me había propuesto no ir yo a buscarte y esperar a que vinieras tú, ya que la decisión había sido tuya, pero cuando me senté en el pupitre...
No recuerdo cómo de repente estaba con el dedo pegado a tu timbre y haciéndolo sonar. Una sola vez, muy suave.
Quise dar media vuelta, e iba a hacerlo cuando la puerta se abrió y entré, por última vez, a aquella casa.
Los dieciseis escalones de bajada se me hicieron más largos que nunca y te mostraste sorprendido cuando abrí la puerta de tu habitación.
Salimos a dar un paseo con las cosas por arreglar pero sin atrevernos a empezar.
Era plenamente consciente de la enorme piedra que estaba por caer, tendida encima de mi cabeza con un frágil hilo de coser que se deshilachaba por momentos.
Cada paso que daba me acercaba más al final de nuestro camino. Sabía que ibas a dejar caer la losa sobre mí, e intentaba inútilmente esquivarla a pesar de que no tenía opción.
Escuché esas palabras, sentí cómo el huracán era desatado y el hilo se quebraba dejando caer todo el peso del mundo sobre mí.
Levanté la vista y la crucé con tus ojos azules con la esperanza vana de que aún quedara algo de luz en ellos que viniera a evitar mi rotura inminente.
No hubo esa suerte.
Te ví hablar pero no escuché qué decías. El sonido de derrumbe era tan fuerte que eclipsaba todo lo demás.
Entonces, todo fué gris...
Hoy es otra vez ese aniversario.
Hoy saco de mi pecho al corazón y observo con cautela los restos que quedan de esa cicatriz. Al rozarlos con los dedos, aún se estremece de miedo.
Pero sé que aquello pasó, que no volverá, que la cicatriz está curada y que la puerta está cerrada.
Y me alegro, porque ahora mi mundo es de miles de colores...
jueves, 9 de diciembre de 2010
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