Me encuentro en el baño una mañana más al poco de salir de la cama, con más sueño que frío.
Tomo el agua caliente entre mis manos y me desperezo, preparándome para un nuevo día.
Como cada amanecer, cierro el grifo, estiro el brazo y agarro la toalla para secarme el agua restante...
Y al mirarme en el espejo ahí estás, detrás de mí, observando cada movimiento.
Sobresaltada, la toalla resbala y cae al suelo al mismo tiempo que me giro.
Sin palabras que rompan el momento, avanzas los pocos centímetros que nos separan.
Me afianzo al lavabo con la vana esperanza de no perder el equilibrio.
Olvido cómo se respira en el momento en que agarras mi barbilla y me obligas a fijarme en esos ojos que tan cautiva me tienen.
Sonríes con juguetona malicia mientras continúas acortando esa maldita distancia que mantiene tus labios fuera de mi alcance, y en el momento en que me besas pierdo por completo la noción del tiempo.
Alargas deliberadamente ese beso porque sabes que pierdo la conciencia cada vez que juegas de esa manera, y aprovechas para agarrarme sin huída posible hasta que mi cuerpo toca por completo el tuyo y me siento desvanecer.
Me levantas sin apenas esfuerzo y la tela que me cubre desaparece con tanta facilidad que parece que no se atreve a desobedecerte.
El silencio matutino sólo se ve rasgado por nuestra respiración entrecortada y el sonido de la pasión.
Soy vagamente consciente del momento en que me giras para ponerme en la misma posición en la que estaba antes de descubrir tu presencia, y, mientras me rodeas, la expectación me juega malas pasadas y te deleitas con ello conocedor de que cada minuto que pasa estoy más a tu merced.
Entonces vienes a mí y te siento como si fueras una ola a punto de romper y dispuesta arrastrarme consigo para siempre...
Tú eres la feroz tormenta y yo la tierra sobre la que encuentras reposo, lo suficientemente fuerte para tomar todo lo que tienes para dar.
Después de todo, hay muchas maneras de romper un corazón.
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