El dulce olor del chocolate recién hecho fluye a través de la escalera y me despierta de mi sueño. No hay ningún ruido en la casa completamente oscura, así que extrañada me levanto, me pongo la bata de invierno y me dirijo a la cocina.
Al llegar allí, una humeante taza del néctar de los dioses me espera iluminada por una tenue luz. Tomo la cuchara, remuevo un poco el contenido y luego me dispongo a probarlo.
Perfecto.
Sonrío para mí y miro alrededor por si localizo quién ha preparado eso con tal perfección. No hay suerte.
Tres campanadas indican la hora exacta en medio de la noche. No quiero dejar enfriar ese dulce antes de acabarlo por mucho que la hora sea inadecuada, así que con la taza entre mis manos me acerco al salón.
Al entrar, ahí estás, plácidamente tumbado en el sofá, dormido a la luz de un par de velas. Me permito observarte mientras rodeo con cuidado el salón para dejar la taza en la mesa.
Busco la manta y te tapo con ella.
Automáticamente reaccionas, y te acomodas bajo la tela, agradeciéndo el suave contacto y el calor. Rozo con un dedo tu mejilla y quiero besarte, pero no lo hago por si te despiertas del agradable sueño que pareces estar disfrutando.
Tomo mi bebida, me acoplo en el otro sillón haciendo el menor ruido posible y gozo del cálido dulce con tranquilidad mientras pienso en la perfección de ese momento, la paz que me inunda y el amor que te tengo.
Y no quiero que ninguna de esas cosas termine jamás, al igual que nunca dejaré de tener pasión por el chocolate...
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