Mis manos leen un mapa de braille labrado en hueso, que empieza por mi pecho, plano y hueco, enhebrado con hilos venosos de color azul y fibras de hielo. Cuento mis costillas, como cuentas de un rosario mientras murmuro conjuros y los dedos se enroscan bajo la jaula huesuda. Casi pueden rozar lo que se esconde en su interior.
La piel se hunde al llegar a la tripa, completamente vacía y vuelve a ascender, como una montaña rusa, cuando recorre los huesos de mis caderas, un par de bolas talladas en piedra y decoradas con cicatrices rosadas fruto de cortes con cuchilla.
Me giro sin dejar de mirar el espejo. Mis vértebras son canicas húmedas amontonadas una sobre otra. En mis hombros, afilados como cuchillas, parece que de un momento a otro vayan a crecer plumas.
Cojo el cuchillo.
Los tendones de mi mano se tensan, cuerdas que mantienen una tienda de campaña anclada al suelo mientras el viento sopla con fuerza. Unas delgadas cicatrices esculpen el interior de mi muñeca y se ensanchan al tomar la curva del codo, donde me corté en noveno curso.
Me corto.
La primera incisión nace en el cuello...
Fuente: Frío
Laurie Halse Anderson.
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